lunes, 19 de octubre de 2009

Argentina




Ahora que, en la más rancia tradición ventajista (oportunista, aprovechado, desaprensivo, pícaro, listo, vivo elíjase la que mejor corresponda) la Invicta República Argentina ha clasificado para el Mundial de Fútbol... y al que no le guste (bueno, en otra entrada lo contamos) me parece interesante dar algunas precisiones acerca del nombre de nuestra patria; tierra reservada a todos los hombres (y mujeres, supongo) del mundo que quieran habitarla. Argentina es un adjetivo que se convirtió en sustantivo. Es decir que una palabra que servía para calificar una cosa devenida en nombre de otra cosa; en este origen gramatical se debería ver, como en cifra, el destino de la nueva y gloriosa nación. No vamos a repetir aquí algo archisabido: argentina es un adjetivo poético derivado, en última instancia, del latín (y antes del indoeuropeo si me apuran) argentum.

Lo cierto es que el nombre se utilizaba mucho tiempo, siglos, antes de que algún europeo se diese una vuelta por estos pagos.

En efecto, en el centro de Europa, doce años antes de Cristo, un general romano (Druso, emparentado con la familia imperial) fundó un campamento militar.

Lo llamó Argentoratum, que podría significar, con cierta concesión a la poesía; "Recinto en el río plateado". Con el tiempo devino en una ciudad próspera y, pese a invasiones y reconquistas, sobrevivió.

Durante la Edad Media los textos latinos se referían a ella con el nombre de Argentina. Y este es el primer uso atestiguado del nombre que hoy nos distingue como topónimo.


Sin embargo la denominación, tan sugerente, latina fue cambiada por los francos quienes la nombraron: Ciudad de los Caminos (lo cual es cierto pero no tiene un adarme de poesía) en su lengua; Strateburg... hoy es Estrasburgo. Como testimonio de aquel origen latino, en Roma existe, al día de hoy una plaza que lleva el nombre de Largo di Torre Argentina donde antaño se alzó el palacio y la torre de un potentado nacido en Estrasburgo. Esta plaza es famosa por su gran teatro (teatro Argentina del siglo XVIII)

y por ser un tradicional refugio de los abundantes gatos vagabundos de Roma.., ¡hablo de los felinos, por supuesto!


Otra Argentina, que al día de hoy conserva su nombre, se encuentra en Savoya (también en Francia), tiene menos de 900 habitantes y se llama así por las minas de galena (plomo con trazas de plata, en un tiempo sirvió para construir receptores de radio) que hay en sus alrededores. En los Estados Unidos se cuentan al menos cuatro poblados llamados Argentina, el más notable en Kansas llamado anteriormente City of Silver (Ciudad de la Plata) donde habitó el famoso profeta indígena Tenskwatawa hermano del no menos famoso guerrero Tecumseh.

Continuará

martes, 13 de octubre de 2009

La de Dios es Cristo




Raigambre tiene esta frase, más propia de la península que de América (por lo que sé), pues se remonta a los primeros siglos de la Era Cristiana.

Armarse "la de Dios es Cristo" implica una gran discusión, con ribetes de riña y hasta, si me apuran, efusión de sangre... "la de San Quintín" dicen algunos, con referencias más modernas, o "arder Troya" exclaman otros de talante homérico.

¿De dónde viene esta expresión? Si Troya es una alusión transparente, todos o casi, sabemos que fue sitiada y destruida por culpa de la bella mirada de Helena, y San Quintín, con un poco de historia, nos remite a una famosa batalla (entre españoles y franceses, cuyo resultado más duradero es el Escorial, construido para conmemorarla) ¿que tienen que ver Dios y Cristo a la hora del combate?

Mucho, para vergüenza de sus seguidores.

Como todas las sectas, la de los seguidores de Jesús, un personaje histórico del siglo I, se caracterizaban por dos cosas; los altos índices de relación entre sus miembros y, en concordancia, un extremo grado de conflictividad interna.

Mientras fueron perseguidos poco tiempo tenían, pero igual lo aprovechaban, para denunciarse mutuamente. Cuando el emperador romano Constantino, por motivos demasiado complejos para un simple blog, decidió "legalizarlos" las cosas cambiaron.
Los cristianos pasaron de ser un grupo marginal y apenas tolerado para transformarse en un importante sostén del poder político y, finalmente, a desempeñar ellos mismos una parte importante de este poder. Otro día hablaremos de las implicaciones, negativas y positivas, de este proceso.

El caso es que uno de los motivos de polémica entre los seguidores de Jesús es su condición humana.
Todos estaban de acuerdo en que se trataba de alguien extraordinario, pero discrepaban a la hora de graduar esa cualidad.

¿Un simple hombre revestido del poder de los antiguos profetas?
¿Un maestro de sabiduría inspirado por Dios?
¿Un ser astral descendido a este mundo material y corrupto?
¿Un ente espiritual que aparentaba ser humano?
¿La creatura más noble concebida por Dios?
¿El hijo de Dios, apenas un poco inferior a Él mismo?
¿Dios hecho hombre?

El hecho de que los escritores más antiguos del movimiento no fueran claros en este punto (en especial por provenir de otro medio cultural) y se refieriesen despreocupadamente a Jesús como Hijo del Hombre, Hijo de David, Hijo de Dios, Señor, Cristo o Dios no facilitaba la labor exegética, pero permitía ese tipo de discusiones a las que tan afectos eran (¿son?) los cristianos.



De todas las respuestas existentes, dos se perfilaron como las más exitosas y contaron con una organización eclesiástica tan eficaz que, durante un tiempo, era difícil saber cual de ellas prevalecería.

Unos eran los ortodoxos, palabra que significa "de la recta opinión", quienes sostenían que Jesús era Dios y Hombre al mismo tiempo (el cómo de todo esto llevaría más tarde a nuevas disputas que se dirimirían con intrigas, erudición y sangre) y que se podía hablar de la Divinidad como una Trinidad en la Unidad. Agregando, para los malévolos y socarrones, que esto era un Misterio de Fe, que los caminos de Dios son inescrutables y que, en definitiva, debía ser creído porque era absurdo...

Los otros fueron conocidos como arrianos, por Arrio el primero en sistematizar sus doctrinas, pero el mote les fue impuesto al calor de la lucha; si hubiesen triunfado quizás serían recordados como los ortodoxos... La teología arriana sostiene que Jesús es el ser más excelso jamás creado, superior a los ángeles y a los hombres, cercano hasta la intimidad a la Divinidad; pero no es, de ninguna manera, Dios.

El arrianismo tuvo mucho predicamento en su momento. A primera vista no exigía los malabares semánticos de la ortodoxia y podía compatibilizarse mejor con las demás creencias del Imperio. Un Cristo, hijo predilecto de Dios, estaba en la misma línea que Apolo o Hércules, Mitra e incluso el propio Alejandro Magno. Al emperador Constantino, incluso, le resultaba tan aceptable que fue bautizado, en su lecho de muerte, por un obispo arriano. Los ortodoxos, empero, no se quedaban atrás y un tiempo antes habían convencido al emperador de convocar a un concilio, el primero de los ecuménicos, que tuvo lugar en la ciudad de Nicea y adoptó sus puntos de vista como normativos para los siguientes mil años.

Así las cosas había un empate, podríamos decir, entre ambas posturas; la que pensaba que Cristo es un dios (arrianos) y las que sostenían que Cristo es Dios (ortodoxos). No eran cuestiones ajenas a los intereses de la gente, una eficaz campaña publicitaria lo había convertido en tema de discusión cotidiana, buena parte de la vida social del Imperio pasaba por definir en qué bando teológico se encontraba uno, ser arriano u ortodoxo se reflejaba en la moda, en las expresiones y ¡hasta en los colores del equipo deportivo del Hipódromo!

Era esta también la época de las invasiones de los bárbaros, grupos de pueblos de Europa Central que buscaban refugio y mejores condiciones de vida, en el seno del Imperio, sea por medio de la guerra, el pillaje o el enrolamiento en las legiones.





Entre estos pueblos destacaban los godos, quienes conocieron al cristianismo en el momento en que triunfaba la teología arriana y, por lo tanto, la adoptaron como propia.

Durante tres siglos, entre el cuarto y el séptimo de nuestra era, la discusión sobre la naturaleza de Jesús fue motivo de disputa, de intrigas, de conspiraciones y de guerras civiles. Cuando los godos, finalmente, invadieron la mitad occidental del Imperio, sus reyes se encontraron gobernando sobre dos poblaciones diferentes, sus propios súbditos, godos y arrianos, y los nativos, romanos y ortodoxos. Dos iglesias, dos cleros, dos comunidades conviviendo en el mismo país en permanente tensión.

En España la situación fue particularmente difícil; los reyes godos (visigodos para ser más precisos) debían enfrentar a una ortodoxia bien preparada y muy respetada por la población local pero siempre sospechosa de colaborar con el lejano emperador en sus intentos de reconquista... Se trataba, por lo demás, del último territorio donde subsistía la iglesia arriana.

El rey visigodo Leovigildo, consciente de esta situación, intentó unificar ambos pueblos por medio de la conversión de los católicos al arrianismo; testimonio de su fracaso fue la conspiración de su propio hijo, Hermenegildo, para apoderarse del trono con el apoyo de los católicos; descubierto y muerto (mártir según los ortodoxos) su hermano Recaredo optó por seguir su ejemplo y, tras la muerte de su padre, se volvió católico junto con los demás nobles godos. El arrianismo, oficialmente, había dejado de existir.

Algunos autores, sin demasiadas pruebas, consideran que corrientes subterráneas de arrianismo permanecieron ocultas durante ciento cincuenta años hasta fundirse con los musulmanes procedentes del norte de África, cuya religión, argumentan, tiene muchos puntos de contactos con la teología arriana.

Sea como sea, el recuerdo de tantos siglos de luchas, de conflictos, de querellas tratando de demostrar que Dios es (o no es) Cristo dejaron una huella profunda en el recuerdo de los españoles hasta el punto que, después de haber mudado de lengua dos o tras veces (latín, godo y árabe) la expresión permaneció por mil y pico de años como testimonio de hasta donde puede llegar la intolerancia y el fanatismo.


La de Dios es Cristo, porque, para defender nuestra idea de Dios somos capaces de matar a los mismos que, decimos, Él ama por encima de todo.









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