jueves, 7 de julio de 2011

Matemática (una historia de amor)

Amo la matemática. Más bien la admiro. Claridad y elegancia son los adjetivos que mejor le cuadran.
Ni mucho menos me considero un experto en ella, observador atento, a lo sumo. Soy de esas gentes que se quedan perplejas ante un problema (un problema, vale la aclaración señorita maestra, no es una emboscada de cuentas) que no atinan con la solución y que, cuando la descubren o cuando se la muestran, esbozan una sonrisa embobada: claro, era así, ¿cómo no lo vi antes?.
Mi amor no nació a primera vista, procede de un rechazo.
Padecí la matemática en la escuela; en la primaria, cuando ir a clases era la odiada suspensión del juego, podía eludirla con algo de astucia y un poco de trabajo, en la secundaria, sufrí sus reiteradas amenazas de “llevármela” y era el rostro visible de represiones invisibles. En la vida cotidiana era el fantasma, temido, de ignorar. Sabía de otras cosas, de matemática, nada. Esto, que para muchas personas es casi una señal de prosapia intelectual, me dolía, pero las pocas veces que me animaba a un libro que la tuviera como tema me perdía en un laberinto no apto para mis rápidos recorridos.
Hasta que un día descubrí su belleza.
En mi regreso a la escuela, ahora como maestro, la matemática me fue impuesta por colegas que la temían mucho más que a la edad, la suspensión de las vacaciones o el recorte salarial.
Tuve que “dar” matemática.
Supe entonces que no era una cuestión de números puestos en fila para atacarme, sino un ballet de simetría, orden, armonías visibles y ocultas.
Encontré en ella la gracia de la demostración, un juego intelectual de reglas claras y precisas, de posibilidades infinitas y de paradojas sutiles pero nunca, nunca, traicioneras. Encontré la lógica del ser humano, eso que tanto se critica y que tanto nos falta, encontré, en fin, la imaginación templada por el orden.
Refugio para solitarios. Escondite para el pensamiento creador. Placer sereno del razonamiento. Ciencia sin aparatos. Reflejo de nuestra conciencia en el seno de la naturaleza. Los que la desprecian es porque no la comprenden. Los que la niegan es porque carecen de imaginación y sus fantasías son demasiado pedestres. Los que glorifican caminos irracionales es porque reniegan de su humanidad.

Si hubiera un dios, que no lo hay, no podría ser sino un matemático.

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