miércoles, 7 de diciembre de 2011

Escépticos

Hace unos meses atrás Mario Bunge estuvo en la Argentina. Con su habitual desenfado se explayó sobre sus temas favoritos e impugnó, como acostumbra, lo que él denomina pseudociencias. Atacó, en especial, al psicoanálisis; al cual califica de “macana” y dejó caer unas cuantas ironías sobre su vigencia en un país como el nuestro.

No me gusta Bunge, es bastante argiropolitano.

Acepto, perdón Ricardo, el psicoanálisis como un saber (saber, para ser coherente debería ir entrecomillado) válido.

Bunge y el psicoanálisis, por supuesto, son sólo una excusa.

Un pretexto para hablar de aquellos que, como él, se han atrevido a levantar la voz contra ciertas unanimidades.

Ante la caterva de magos, ocultistas, charlatanes y deshonestos que andan por este mundo nuestro vendiendo sus falsos misterios, muchos han reaccionado enérgicamente para decir:

- ¡Eh, un momento!, ¿qué pruebas tienes para afirmar cosas tan extraordinarias?

O, más directamente;

- ¡Dejá de batirla, che!

Estas personas, valientes para desafiar las convenciones y tenaces como todo aquel que está convencido de su misión, son (somos) conocidas como escépticos.

Un escéptico es alguien que duda.

No se trata de un negador sistemático, de un pesimista ni, mucho menos, de alguien de mente estrecha.

Es un hombre, o una mujer, que considera que la razón debería ser una guía para investigar el mundo.

Es un curioso que no se convence fácilmente.

Un inspector de ideas, si así lo prefieren.

Se ha dicho que el padre de la ciencia es el asombro, y es verdad, pero el asombro puede dar lugar a muy diversas conclusiones.

La madre de la ciencia, única como toda madre, es la duda.

Sin el asombro tendríamos una ciencia de lo obvio, de la banalidad, de lo ya sabido como les gustaba en La Comarca.

Sin la duda tendríamos saberes vagabundos, incapaces de formar una trama coherente. Meras opiniones, irrefutables por su misma individualidad. Religiones en suma.

El escéptico recupera la tradición científica de dudar y hace bien. Suele, una lástima, olvidarse del asombro y allí está su límite. No siempre puede reconocer que hay zonas oscuras, bancarse la niebla, el mapa incompleto, la propia tiniebla de su mente. De ahí que zonas límite, como el psicoanálisis, la política, la filosofía o las mismas artes, lo pongan nervioso. Como le pasa a don Mario, valiente sembrador de dudas, pero receloso ante el brote de lo nunca antes imaginado.

La razón iluminista, la que me gusta, no lo es todo. Hay dimensiones ocultas para las cuales no es suficiente, pero sigue siendo necesaria.

La razón, empero, es nuestra mejor arma contra la estupidez, la charlatanería, el fanatismo. Los escépticos la usamos como lupa, como linterna y como piedra de toque para decir:

- Veamos más de cerca esas pruebas.

- Iluminemos la escena de tu supuesta conspiración.

- No es oro todo lo que reluce.

Nada más y nada menos.


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