Argiropolitanos es un gentilicio y designa a los moradores (o nativos) de Argirópolis.
En vano fatigarás los diccionarios, e incluso las enciclopedias y atlas, buscando la mencionada ciudad. No existe, ni siquiera en algunas cuatro páginas adicionales de cierta Anglo-American Cyclopaedia, pero sus habitantes son reales, demasiado reales.
Argirópolis fue concebida por Sarmiento; el mejor escritor argentino del siglo XIX y el primer habitante de dicha ciudad. En su fértil imaginación sería tanto la Washington como la Nueva York de los Estados del Plata. Una ciudad capital a construirse, desde cero, en la estratégica roca llamada Martín García. Vale la pena leer su descripción y lamentarse, apenas un poco, de su ausencia sobre las aguas del Mar Dulce...
Huelga decir, pues, que nunca se construyó. Por corolario no tuvo habitantes, ni nativos, ni gentilicio. ¿De dónde, entonces, vienen los argiropolitanos que nos rodean?
Antes de ensayar una explicación de su origen comenzaremos por describirlos.
Los argiropolitanos son un fenómeno argentino y, probablemente, uruguayo. Se trata de personas, generalmente pertenecientes a los sectores medios (les encanta denominarse "clase" sin serlo) que uno podría denominar pequeño burgueses si no fuera algo pasado de moda hacerlo...
El argiropolitano, por lo general, ama a su país. Le fascina su geografía, habla con orgullo de los mil paisajes diferentes que ofrece, es un apasionado de sus recursos, una de sus frases favoritas es: "vos tirás una semilla y acá crece lo que sea, viejo, lo que sea", un incondicional de sus mujeres; "la minas más lindas del mundo" y un defensor acérrimo del ingenio de sus habitantes, entre los cuales, claro, se cuenta él mismo. Sí, el argiropolitano ama a la Argentina y al "gran pueblo argentino" que saludan los libres del mundo.
Ahora, eso sí, tiene algunos problemas con ciertos argentinos en particular:
Los indígenas, por ejemplo, que no eran gloriosos guerreros como los incas (atiborrados de oro, por lo demás), ni sabios astrónomos al modo de los mayas, ni siquiera políticos consumados al estilo azteca o, al menos, iroqués. Nada de eso, le suenan poco respetables nombres como chiriguano, comechingón u ona (que parece inventado para rellenar crucigramas) y se desilusiona cuando contempla los escasos restos materiales que dejaron; tanto así que es capaz de levantar una pirámide falsa para, al menos, dar la impresión de "antigua civilización" a las ruinas de los Quilmes... No está mejor con los indios de la Conquista del Desierto ¿cómo pueden Calfucurá, Catriel, Yanquetruz o Namuncurá medirse con Cochise, Toro Sentado o el ecológicamente falso Seattle?
Sin mencionar que el "pichi" ese Ceferino no puede ni compararse con Uncas, the last of the mohicans...
Menos afinidad siente hacia los gauchos. Ese estatus intermedio, de mestizo o aun de mulato, nunca le termina de gustar. Muy morocho para su gusto. Para colmo de males se caracteriza, cree, por su indolencia, su desprecio por las normas (no es que el argipolitano las respete a rajatabla, pero el gaucho...), su fama de matrero y esa predilección por seguir a caudillos bárbaros aficionados al degüello. El gaucho del Día de la Tradición es el que le cuadra; trabajador rural sin sindicato, leal a su patrón, inocente en su destreza campera, amigo de bromas y consumado cantor, bailarín de malambo y jinete. Una vez al año viste a sus hijos con "pilchas gauchas", devora dos docenas de empanadas, padece un escondido o un pericón torpemente coreografiados y grita un sincero: ¡Viva la Patria! Hasta el año que viene...
Claro que el gaucho, a pesar de todo, es argentino y merece cierto respeto. Los que odia de verdad, los aprendió a odiar en los bancos de la Primaria, son los españoles. No los "gayegos", esos vinieron después, sino los godos, los maturrangos, los realistas; los que vinieron con ese "tano medio pirata" de Colón. Cortés, Pizarro, la caterva entera de los Adelantados y los conquistadores de "la cruz en la espada", esos son sus enemigos jurados. Mataron indios a mansalva, cree saber, y destruyeron su cultura, su idioma, sus dioses, sus saberes ancestrales, afirma el argiropolitano leyendo un libro impreso, en castellano, bajo una cruz devotamente adornada, mientras toma la pastilla recetada...
Lo que no les perdona a esos esforzados varones de Castilla es, más que las muertes, pillajes y saqueos, haber nacido en Castilla. ¿Por qué, se lamenta, tuvieron que venir los españoles a colonizarnos?
¡Qué lástima que Sir Francis Drake o Sir Walter Raleigh no hubiesen desembarcado en la La Pampa (que se hubiera llamado The Pamp) y fundado Goodwinds, o Holy Faith, o alguna ciudad evocadora de las Midlands en las faldas de las Kalamoochitah Hills!
Para colmo de males está enterado, porque le gusta la historia, de las dos frustradas invasiones inglesas. Se ilusiona pensando en una Buenos Aires hablada en inglés británico... how nice it would!
Y no es que ame a los ingleses, piratas imperialistas que nos robaron las Malvinas, tampoco a ellos los quiere del todo nuestro argiropolitano. "Pero hay que reconocer, che..." dice con conocimiento de causa ..."que las colonias inglesas están mejor que nosotros" y pone los resabidos ejemplos de los Estados Unidos, Canadá y Australia (omitiendo, claro está la India y los países de África poblados, ya se sabe, por negros). Los yanquis, a los que detesta y admira, son su modelo, siempre que sepan hablar en francés...
Como negros africanos, legalmente, no quedan; suele lamentarse de su desaparición; que nos privó de ser envidiados por nuestro carnaval. Igual, no le gusta mucho ver a tanto cabo verdeano, guineano o angoleño paseando por Plaza Italia, la Peatonal o la Cañada... esos negros ¡ hummm!
Negros, pero de alma, son otros. Esos de los que piensa, magnánimo, "no todos son choros" aunque igual hay que cuidar la billetera, el celular y hasta las zapatillas de su rapacidad.
El negro, este negro, es el enemigo número uno del argiropolitano.
No se sabe muy bien de donde viene, quizás ni siquiera es argentino (más bien "paragua", "bolita" o "peruca"), pero lo cierto es que los odia y los teme con toda la fuerza de su alma. Se jacta de despreciarlos, propone esterilizarlos a todos, y sabe (con pruebas o sin ellas) que son vagos, piqueteros, borrachos, drogadictos, atorrantes, alcahuetes, soplones, criminales de nacimiento, canas (no le gusta la policía, prefiere a los militares pese a saberlos cobardes, pero la quiere en la esquina de su casa, bien armada de preferencia) de vocación e instintivamente peronistas porque el peronismo, sentencia, los acostumbró a vivir sin trabajar. Si el negro en cuestión es menor el argipolitano no tiene dudas; viene a robarle las zapatillas, mejor matarlo y tirar el cuerpo a la zanja, porque en la cárcel: "entra por una puerta y sale por la otra".
Indios, gauchos, españoles y cabecitas negras son los argentinos que han arruinado el país, sostiene el argiropolitano, pero no fueron ellos solos; los inmigrantes, salvo el nono o la bobe, también aportaron lo suyo para arruinar un suelo bendecido con todos los climas. Los inmigrantes muertos de hambre, trabajadores pero avaros, industriosos pero de pocas luces, europeos pero de la Europa más pobre; nunca se integraron del todo, comenta en las reuniones de la Famiglia Piemontesa o del Tiro Suizo, y poco hicieron para el progreso del país... sólo querían "hacer la América..."
Fuera de todos estos, el argiropolitano ama a la Argentina y a su pueblo del cual, él es el epítome consumado, la obra maestra, la quintaescencia por así decir.
Desde la isla donde vive, esa isla pergeñada por Sarmiento, el argiropolitano juzga, pontifica, compara (con los países más avanzados del mundo) y se lamenta.
¿De qué?
De sus compatriotas.
1 comentario:
Y que cruel la añoranza lejana; sin embargo, argiropolitanos, muchos.
Saludos!
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