miércoles, 25 de febrero de 2009
Por decir algo…
Releo, al azar, algunas frases de gran efecto. Me detengo y las medito. ¿Qué hay detrás de tanto ruido de palabras?
Nada.
Puede que alguno las considere sugerentes, que otro se fascine ante su sonora vacuidad, hasta quizás sean expresión de sensaciones inasibles; lo cierto es que tienen muy poco para mostrar.
¡Explícate de una vez!
¡Esfuérzate por decir las cosas con claridad! ¡Con sentido al menos!
Sólo se puede violentar a una lengua si primero se la ha respetado. La sintaxis confusa, la semántica imprecisa, la ortografía caótica son legítimas en tanto no haya otro modo mejor de decirlas y, sobre todo, cuando están al servicio de la expresividad. Esto es; casi nunca. Escribir mal no es un modo válido de poesía.
Apilas las palabras como una torpe barricada, pero uno levanta barricadas cuando combate y detrás de ella está el pueblo haciéndose escuchar. Tus barricadas no son más que un montón de muebles rotos y trozos de celofán, no hay voces que se parapeten entre ellas.
Crees que por yuxtaponer cierto número de sustantivos, adjetivándolos impropiamente, por conjugar algunos verbos de maneras imposibles, por esbozar frases sin conclusión lógica estás diciendo algo, en realidad sólo dices que no sabes que decir.
Releo tus frases, releo las frases del oscuro escritor, releo libros plagados de vanidad ignorante.
Hay libertad de expresión; ¡bendita sea!, todos podemos hablar, cantar, reír, escribir y murmurar inanidades, también podemos callar y, por eso, prefiero guardar silencio. Al menos por ahora.
lunes, 16 de febrero de 2009
Acerca de los oráculos
- Los anuncios del Oráculo- dijo el sacerdote- siempre se cumplen.
- ¿Cómo es eso?- pregunté
- Por tres motivos- respondió.
Porque es prudente a la hora de anunciar bendiciones o catástrofes, y la vida está plagada de desdichas y de placeres.
Y, sobre todo-
el oficiante esbozó algo así como una sonrisa-
porque basta la más leve insinuación para que los hombres, con ansias, se esmeren en cumplir la profecía.
miércoles, 11 de febrero de 2009
Hereje; el opinador
Si quisiéramos hacer una breve historia del pensamiento occidental podríamos tomar cuatro o cinco palabras y analizar su etimología. Sería muy instructivo para ver cuáles son nuestras maneras de pensar.
Una palabra es, por cierto, una forma de ver el mundo, un registro de nuestras percepciones más arraigadas.
Y como decía Claudio: Ni malicia, ni favor para nadie…
Si preguntamos a alguien con mediana instrucción ¿qué es un “hereje”? probablemente nos dirá que se trata de alguien que se aparta de la línea establecida, una persona que de alguna manera se opone a todo cuanto sus vecinos consideran justo, recto y verdadero.
Si profundizamos en el asunto, encontraremos expresiones como “la necesidad tiene cara de hereje” que nos remite a una, evidente pero triste, verdad; cuando necesitamos algo no dudamos demasiado acerca de los medios que deberemos emplear para lograrlo… También, en ciertos lugares de nuestra amplia “castellanidad”, veremos que el término hereje alude a lo falso, lo horrible o, directamente, lo procaz.
Durante siglos el hereje fue el otro, temido, “maldito”, portador de siniestras intenciones. Más tarde, en el siglo pasado sobre todo, el hereje era el alternativo, aquel que se atrevía a cuestionar el orden vigente.
La palabra castellana hereje, dice la Real Academia que su etimología más cercana está en el provenzal eretge (lo cual de ser cierto sería notable), proviene del vocabulario eclesiástico. Es una de aquellas expresiones que la Iglesia Católica conservó desde la Antigüedad y que alcanza su más pleno sentido en el denso entramado de sus enseñanzas.
Un hereje es, para esa religión, una persona que niega o pone en duda alguna de sus doctrinas, supuestamente reveladas por Dios. Por carácter transitivo, un hereje es, entonces, alguien que se atreve a negar lo que ha dicho el mismo Dios, un ser tan obstinado que osa desafiar a la divinidad… y a la Iglesia que, humildemente, la representa.
Esta persona, por definición, no puede ser un extraño, sino un miembro de la misma comunidad de creyentes que, con su gesto, la rompe y la pone en entredicho.
¡Vaya!, no extraña que fuesen tan odiados; decirle no a Dios, ¿qué efectos puede causar si ese mismo Dios se define a sí mismo como celoso? Negarse a la palabra revelada ¿no entrañará un terrible castigo no sólo sobre el negador sino sobre aquellos que permiten su presencia? De aquí a la hoguera hay un corto paso.
Si nos vamos más atrás en el tiempo, a los siglos en que la Iglesia era una pequeña comunidad perseguida (como los Gremlins ¿recuerdan la película?), encontraremos que la palabra hereje ya existía, si bien en un formato ligeramente distinto.
Se hablaba griego, era la lengua del comercio, la ciencia y la moda, y en griego herejía es aïresis (αἵρεσις) palabra de uso en el vocabulario filosófico.
Aïresis no quería decir más que seleccionar, elegir, y designaba a aquella persona que, en el ámbito del pensamiento, discierne, elige, libremente sus ideas. Un hereje, pues, no sino una persona con sentido crítico.
Hereje es aquel que se atreve a pensar por sí mismo, aquella que no acepta mansamente lo que le dicen y cuestiona las supuestas verdades, uno que quiere usar su propia cabeza, una que investiga y opina.
Jesús, y sobre todo sus seguidores, fueron descriptos como herejes. De hecho si uno busca esta palabra en la Biblia encontrará que la usan los que acusan a Pablo de Tarso: “este es uno de los líderes de la herejía de los Nazarenos” sin que, en el texto, la expresión sea particularmente ofensiva: se describe al dirigente de un grupo de personas que “opinan diferente acerca de la Ley judía”.
Un poco después la palabra, unida a epítetos tan terribles como “de perdición” o “lleno de maldad”, comenzó a ser usada en el sentido que reseñamos más arriba.
El hereje, para los cristianos, era el creyente (nunca el no bautizado que sólo se considera “infiel”) que opinaba de manera diferente del resto de la comunidad, pero especialmente, de sus autoridades. Un rebelde, un sedicioso, un subversivo, un traidor, una artera serpiente y, en efecto, estas palabras son usadas por los Santos Padres para designarlos. ¡Atiza con los Santos!
Cuando la Iglesia logra el poder, cuando todo el Imperio romano se vuelve, por predicación o por decreto, cristiano; los insultos son sustituidos por métodos más efectivos. Dado que Dios ha prohibido matar, la Iglesia adquiere el poder de juzgar, de entre los suyos, a los herejes (o sea a los que piensan distinto), y una vez convictos de su crimen, los entrega a las autoridades estatales para que ellos, actuando en virtud de las leyes que sancionan la convivencia, los condenen (a este acto se le llamaba “relajar al brazo secular”) generalmente a muerte en la hoguera… preocupada por el bienestar del hereje, la Iglesia solía recomendar misericordia, por lo cual muchas veces antes de quemarlo se le desmayaba.
Eso sí, no podía condenarse a alguien sin juicio (un juicio durante el cual el acusado era considerado culpable hasta demostrar lo contrario) ni tampoco juzgar como hereje a quien no fuese cristiano; un judío o un musulmán, por ejemplo.
Es decir que durante casi dos milenios el pensamiento libre, la opinión personal, la crítica y la reflexión fueron considerados crímenes punibles, incluso, con la muerte.
Había que estar en guardia, en esos tiempos, para no pensar demasiado, no fuera cosa que al hilo de la imaginación uno pudiese incurrir en herejía, pensar, en un burdo pero no menos real esquema, llevaba a la muerte.
Más aún, uno podía tener la fortuna, o la desgracia, de quedar “pegado” a un hereje. Venía un cura a predicar al pueblo, convencía a unos cuantos de la justeza de sus opiniones y todo el pueblo lo aclamaba como un gran teólogo. Entonces, salido no se sabía muy bien de donde, aparecía el obispo, o quien fuese, diciendo que las opiniones de ese tal cura eran herejía… y todos cuantos lo había seguido, muchas veces sin saber muy bien de qué iba la cosa, eran estigmatizados, a su vez, como herejes. ¿Cómo estar seguro si a veces ambos bandos se llamaban herejes mutuamente?
De este modo nuestra sociedad se acostumbró a ocultar sus pensamientos, a murmurarlos en secreto, a guardárselos para sí y, también, a criticar fieramente las opiniones de los demás. El otro, si deducía cosas opuestas a las mías, era un sospechoso, un hereje, un criminal y como tal apenas si merecía piedad.
Con el tiempo no se habló más de herejía, porque la Iglesia estaba siendo dejada de lado, pero la idea siguió presente. Anarquista, democrático, libertino fueron algunos de los sinónimos de hereje en el siglo XIX, librepensador, comunista o zurdo los sustituyeron en el XX y, sin duda, encontraremos otros en este XXI para designar a los que se atreven a cuestionar el orden establecido.
¡Habrase visto tamaña insolencia!
¿Opinar libremente?
¡Pamplinas!
¡A la hoguera con el hereje!
lunes, 9 de febrero de 2009
El Horla (después de la lectura del cuento de Guy de Maupassant)
Guy, sí, y enloqueció por ello.
En tres cuentos diferentes intentó plasmar sus terrores crepusculares. Sin duda, el diario es el más logrado.
¿Cómo concebir un ser que no podemos ver?
¿Cómo sentirlo?
Existiría, dijo Howard Phillips, si nos hiciera daño.
Bebe nuestra agua por la noche, chupa nuestra vida, está allí y a la vez fuera de allí (hors de là) por eso quizás le llamó el Horla.
Alguna vez imaginé, en un relato inédito e inconcluso, que moraba en las islas. Los incendios, tan repetidos, serían el indicio de su presencia, o más bien de sus huidas.
Leo una vez más las páginas de Maupassant. No está loco, como afirman, lo ha visto y ante su presencia se ha aterrorizado.
Me pregunto, sin embargo, ¿no sentirá aún más temor el Horla cuando nos contempla por encima del hombro?
Vuélvete, no lo verás, pero está allí, detrás de ti.
Curioso, tanto tú como él, temen.
miércoles, 4 de febrero de 2009
¿del caúcaso?
- ¿Qué datos hay?- pregunta el inspector.
Consultado sus apuntes, responde el policía:- Varón, 44 años, caucásico...
Una escena clásica en las películas estadounidenses. Caucásico, el televidente lo sabe o lo deduce, implica una persona de raza blanca, más concretamente alguien procedente del norte de Europa... nunca se dirá caucásico para referirse a un mexicano, que se denomina hispano, mucho menos para un georgiano, azerí o armenio, nativos del Caúcaso.
El Caúcaso, en efecto, es una cordillera en los límites entre Europa y Asia. La tierra donde los griegos imaginaron la prisión de Prometeo, el Vellocino de Oro y las ariscas Amazonas; lugar de guerras entre Roma y los Partos, Bizancio y los Árabes, Rusia y los Turcos...
¿Qué tienen que ver estas montañas con la gente que, suponen, tienen la piel blanca (en realidad distintas variedades de rosado)?
En el 1800, el científico alemán Blumenbach, identificó a esta región como la cuna de los europeos y el lugar donde este grupo (raza dice él) tiene su tipo más acabado. Eran los tiempos "felices" de una antropología ingenua que encontraba equivalencias entre el físico, la cultura y la moral de los pueblos. Cuando se hacía migrar a las razas en épicas invasiones y los europeos se sentían los descendientes de una antigua raza llamada indoeuropea o aria...
Los indoeuropeos, ciertamente, no eran una raza, sino un grupo de pueblos cuyas lenguas están emparentadas. En efecto tanto el latín, como el germánico, el griego, el persa y el sánscrito, por citar algunas, descienden de una lengua común más antigua, a la que se denomina indoeuropea, por las regiones donde se habla, indogermánica (por chovinismo alemán) o aria en referencia a una tribu del antiguo Irán...
Ahora bien, como el idioma indoeuropeo parece haberse originado en la región de los montes Caúcaso; el gentilicio caucásico, como registra la Real Academia Española, pasó a designar al supuesto pueblo hablante original de esa lengua.
Un caucásico es, pues, una entidad altamente hipotética; el supuesto miembro, de la supuesta raza que hablaba la supuesta lengua indoeuropea... Un mito casi tan fantástico como el de Prometeo.
El término, sin embargo, fue popularizado en los Estados Unidos por el antropólogo Carleton Coon.
Este estudioso, sagaz, notable, pero algo racista, identificaba a los caucásicos con la raza blanca que, según él, comprendía diferentes grupos humanos; entre ellos los árabes, los indios (de la India, claro) y los bereberes.
A pesar de que sus concepciones quedaron obsoletas, el uso del término se generalizó, pero restringiéndose a los europeos y de éstos a los que tienen sus antepasados en el norte de Europa... categoría que recogió la oficina del Censo norteamericana.
Un caucásico es, entonces y sólo en los EE UU, un blanco y un blanco que procede de Gran Bretaña, Irlanda, Alemania, Francia, Bélgica y algunos otros contados países europeos...
Caucásico viene a ser la manera pretendidamente científica que tienen los "americanos blancos" de referirse a ellos mismos y a sus supuestos ancestros.
- Bien hecho, inspector, pero ¿cómo supo que el asesino era un censista?
- Elemental, porque sólo un censista cree que puede clasificarse a la gente por su raza...