Las palabras no siempre quieren decir lo que parece que dicen. Mucho menos cuando se intenta traducirlas.
La riqueza de lenguas, como toda abundancia, suele ser fuente de problemas, malas interpretaciones o, simplemente, incomprensión mutua. Las lenguas siguen siendo, no obstante, una herencia que no se puede aceptar con beneficio de inventario. Ahí están, con sus ventajas y dificultades, con sus palabras y sus giros, con todo lo que los hablantes quieran aportarle.
Y es bueno que así sea.
Nos hace más humanos, esto es más capaces de comprendernos, prestar atención a las palabras de una lengua desconocida o, al menos, extraña.
Cuando hablamos en nuestro idioma cotidiano las palabras se atropellan para salir, se encabritan y parten al galope sin que ningún bocado pueda detenerlas. Sinónimos, antónimos, calambures y onomatopeyas enriquecen el discurso... también lo complican.
En una lengua extranjera, aún con un nivel aceptable, hay que elegir cada palabra, evitar los giros complicados, cuidarse de enmplear las expresiones adecuadas, medir las palabras, en suma.
Así, uno piensa antes de hablar, se modera, escucha más de lo que dice, presta atención al otro. Intenta comprender en lugar de convencer.
Deja de lado los artificios de la retórica, recupera la gestualidad, disfruta la novedad de la palabra recién descubierta, se frustra un poco, es cierto, pero también goza mucho más de aquello que nos hace humanos; el lenguaje.
En estos cinco días, rodeado de personas que no hablan mi lengua y cuyo idioma desconozco más allá de lo elemental he redescubierto la maravilla de las palabras, me he llamado a silencio y he tenido que guardarme los oropeles de la elocuencia. Y ha sido bueno, muy bueno; por eso
queria compartirlo con ustedes en esta mañana de año nuevo...
miércoles, 1 de enero de 2014
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